Siempre, siempre, toda mi vida, amé el invierno. Herencia de mi madre. Qué lindo que es el invierno para poder hacer tortas y escones, encerrarte a tomar café con leche o matear tranquilos, es más lindo para ser productivos también, nada de andar de aquí para allá sudando la gota gorda para hacer trámites, o simplemente sudar frente a una computadora, como me sucede desde que estoy aquí. Pero creo que ya me acostumbré a sudar feliz. Tomo tereré y transpiro. Me acostumbré a bañarme todas las veces que pueda y tenga ganas, a que a pesar del aire acondicionado haga calor en casa, y que ni siquiera de noche se puedan abrir las ventanas para que refresque. Pero qué lindo que es el calor correntino. Ahora entiendo por qué también acá tienen los mejores carnavales del país (que no se ofendan los de Gualeguaychú).
Me quedan pocos días correntinos y ya estoy extrañando esta ciudad. Un mes y medio largo hace que estoy aquí y creo que nunca me adapté tan rápido a algo. El otro día cuando llevé a mi hermana a la Costanera, manejando, y mostrándole las calles (que Emilio ya se sabe de memoria), me di cuenta cuánto me adapté y qué rápido. Será que uno ya viene con el chip preparado para estas cosas. O que es Argentina. Si me pongo a pensar, en Capo llegué a hacer algo como lo que hice con mi hermana, manejar esas distancias, y con esa tranquilidad... mmm... dejame pensar... creo que me llevó seis meses por lo menos. ¿O más? Creo que un poquito más.
El invierno también tiene que ver. Te encierra más.
Ah, dejo de filosofar baratamente. Me llaman a la realidad los gritos de la gordi.
¿Vieron las fotos? De la gorda cada vez más gorda, y del flaco cada vez más flaco (y pelado).